domingo, 16 de enero de 2011

El Atelier de Nana Balú




El único reproche serio que les puedo hacer a mis padres es haber estucado las paredes de todas nuestras casas. Esas casas de infancia de las que nuestros padres se independizaron a la “mejoría” de edad. Esas casas que se han quedado de “herencia”. Comodín de aquellos maravillosos años de temporada en Formentera y ahora hogar de mis hijos. También de la casa de verano en Comarruga, en la que hoy descanso después de mi domingo en Mercantic. Domingo fructífero que no frutífero, pero como para lucir en un centro de mesa cual limonero de mi jardín de verano que observo hoy y anda cargadito de amarillos para el ceviche, gins o mejillones al vapor.
Hay una temporada larga en que uno reprocha. A los padres, a la escuela, a todo menos a uno mismo, que solo sufre. Supongo que por poco entendimiento de lo que le está pasando. Mi adolescencia fue muy así.
Cuando he llegado a Comarruga he ido directa al Francás, mi primera casa antes que la de Comarruga. Allí querría vivir yo. Y Eugen , que venía conmigo, me dijo en un momento “aquí no hay nadie”. Pero nadie de nadie y esa era mi alegría. Solo el mar frente a la casa y la arena blanca. 



Un silencio que solo rompe el tren, diluyéndoseme a mí en el paisaje automáticamente, como si tuvieramos la capacidad de aquella costumbre infantil frente aquellas vías de noche y de día. Parece que ese ruido ya no lo oigo, y es más, me tranquiliza. Me acabo de dar cuenta, que aparte del estucado, a mis padres les reprocho haber dejado ir ese paraiso.
En la vida es importante retener los paraisos, vivirlos y cuidarlos y conservarlos. A mi Atelier lo vivo como delante del mar. Los domingos son de agradecer, sinceramente, por la gente y las charlas que se cruzan en la caseta, porque una se atreve a crear como si aquello fuera un escaparate, y eso dice mucho, por lo menos, de mi salud creativa.
Me gusta poder moverme igual en el silencio que en ese “ruido”. Hoy , curiosamente han entrado muchas niñas al taller con ganas de jugar y provarse sombreros. Entre ellas Andrea y Lucía. 


Antes era normal tener niños a todas horas, porque tenía un columpio colgado de una biga con flores en las cadenas que lo sujetaban. Y claro, duendes y hadas arremolinados en mis 20m2. Pintábamos rayuelas en la rampa y nos embadurnábamos con purpurina. Eso fue mucho antes que “la consentida”, mi anterior proyecto con los tocados. Y a eso prometo volver en primavera, fuera del frio, sumando a mis niños a los cuentos de rayuela.


He acabado un tocado para mi colección de novias. Blanco y radiante, como la canción. Con un encaje preciosísimo y un aplique de perlas que reza LOVE.

Y LoVe es lo que se me ocurre ahora mismo, muerta de frio con los pies encima de la estufa mientras Eugen lee a Sweig a mi lado. Escuchamos Lasha. No hay leña en el garage, solo dos estufas eléctricas y el olor del mar, que cala.




Y mi espejo dorado en mi caseta by Mar (la restauradora)

Anna Blau

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